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EL CORAZÓN EN EL SUFISMO




«Mi tierra no Me puede contener, ni tampoco Mi cielo,
pero el Corazón de Mi siervo creyente Me contiene.»


«He visto a mi Señor con el ojo del Corazón.
He dicho: ¿Quién eres?
Ha contestado: Tú».
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De todos los términos coránicos de los cuales puede decirse que se dirigen a los sufíes y a nadie más, excepción hecha a priori de los Profetas, el más significativo y que se repite con más frecuencia es, probablemente, esta fórmula un poco enigmática: aquellos que tienen corazón. En efecto, ¿qué es el sufismo, subjetivamente hablando, sino el «despertar de los corazones»?.

Hablando de la mayoría, el Corán afirma: No son sus ojos los ciegos, sino sus corazones (Q XXII, 46). Lo que demuestra —y sería asombroso que fuera de otra manera— que la perspectiva coránica está de acuerdo con la de todo el mundo antiguo, tanto de Oriente como de Occidente, cuando atribuye la facultad de visión al corazón y cuando lo cita para designar, no sólo al órgano corporal de este nombre, sino también al centro del alma al que da acceso, centro que sirve de paso hacia un «corazón» más elevado, el Espíritu. Así, el «corazón» es a menudo sinónimo de «intelecto», no en la utilización abusiva que se hace hoy de esta palabra, sino en el pleno sentido del latín intellectus, nombre de la facultad que permite percibir lo trascendente. Se puede encontrar un ejemplo en el poema del sufí Hallaÿ que empieza con estas palabras:
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«He visto a mi Señor con el ojo del Corazón.
He dicho: ¿Quién eres?
Ha contestado: Tú».
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La expresión coránica los que tienen corazón posee de esta forma una relación con el nombre mismo del sufismo, al mismo tiempo que da cuenta directamente de su esencia. La palabra Corazón, en el sufismo —como en todas las místicas—, se refiere a un centro particular y diferente de los demás, normalmente no se trata ni del más alto ni del más bajo, sino del centro del alma.


El corazón es el istmo (barzaj) tan a menudo mencionado en el Corán que separa los dos mares que representan el Cielo y la tierra, siendo el agradable mar de agua dulce el ámbito del Espíritu y el mar salado y amargo el del alma y el cuerpo; y cuando Moisés declara: No cejaré hasta que alcance la confluencia de los dos mares (Q XVIII 60), está formulando el voto inicial que debe hacer, implícita o explícitamente, todo místico para alcanzar el Centro perdido, que es lo único que da acceso al conocimiento trascendente.


En un comentario del Corán, un sufí del siglo XIV interpreta la palabra «sol» como Espíritu; la luz es la gnosis; el día es el Más Allá, mundo trascendente de la percepción espiritual directa; y la noche es este mundo, mundo de la ignorancia o, en el mejor de los casos, del conocimiento indirecto reflejado que simboliza el claro de luna. La luna transmite indirectamente la luz del sol a la oscuridad de la noche; y, de modo parecido, el Corazón transmite la luz del Espíritu a la oscuridad del alma. Pero lo indirecto no es la luna, sino su luz; cuando brilla en el cielo oscuro, está mirando directamente al sol, y éste no está en la noche, sino a pleno día.


Este simbolismo revela la trascendencia del Corazón y explica qué sentido tiene decir que es la facultad de la visión espiritual (o intelectual) directa. Pero esta facultad se encuentra velada en el hombre caído, y ello incluso por definición, porque si se dice que perdió el contacto con la Fuente de la Vida cuando tuvo que abandonar el Paraíso terrenal, significa que ya no tiene acceso directo al Corazón. Así el alma del hombre caído es una noche en la que el cielo está cubierto de nubes; y esto nos conduce a una cuestión de importancia fundamental para el sufismo: si se pregunta qué calificación es necesaria para ser admitido en una Orden sufí o qué es lo que puede incitar a alguien a buscar la iniciación, la contestación será que, en la noche de su alma, la capa de nubes debe ser lo suficientemente fina para que al menos algunos resplandores de la luz del Corazón puedan traspasar las tinieblas.


Extracto de Qué es el Sufismo. Abu Bakr Siraj ud-Din. Martin Lings.